La vida
en Newsaphire es la de cualquier población no demasiado grande que
se encuentra en la penumbra de una monstruosa ciudad. Y un lunes por
la noche, a las nueve menos diez, es un buen momento para pararnos a
observar el ajetreado tejemaneje de Mary, cajera de veintiún años,
en un supermercado de una gran cadena.
Éste
concretamente, se encuentra en la avenida principal, un lugar de
tránsito necesario para cualquier lugareño, bien sea para ir al
centro o para hacer la compra semanal.
A
nuestra protagonista le quedan escasos minutos para terminar su
jornada y aún ya siendo horas de preparar cenas, siempre quedan los
compradores de última hora que haciéndose los muy ocupados o los
lánguidos despistados, acceden a tienda para prolongar esos minutos
agoniosos en una tarde soberanamente aburrida.
Una
cajera es alguien acostumbrada a ver desfilar sujetos de innumerable
índole por delante de su cara, ahora mismo, un varón de unos 46
años con apariencia de soltero y no mucho tiempo o ganas de cocinar,
deposita su compra en caja, casi todo, alimentos preparados o
semipreparados de una ración o dos, todo lo más.
Mary
lleva por debajo del pelo, escondidos los cables que la conectan a un
Ipod con su música preferida, arriesgando su enclenque puesto de
trabajo, tal vez por su edad, tal vez por no estar del todo en riesgo
su posición social.
Con
todos los productos pasados por el lector, Mary, obedeciendo órdenes
de arriba, le ofrece la promoción de la semana consistente en dos
paquetes de toallitas húmedas al precio de una, a lo cual, el hombre
la mira algo desconcertado diciéndole que no, con apenas la mirada.
Al no
escuchar respuesta alguna, Mary se lo vuelve a preguntar y el otro,
algo ya mosqueado, le recrimina con un dedo acusador hacia su
mejilla.
Mary,
rauda, se descuelga un auricular de la oreja al tiempo que levanta
los ojos, temerosa de que algún compañero o superior la pille. Mira
el reloj, son menos dos, despacha como puede al cliente y se vuelve a
aislar en su micromundo musical mientras encapsula billetes que son
tragados por el tubo que tiene frente a su frente.
Cierran,
coloca sus bártulos en un bolso tipo saco, donde todo se mezcla con
gran desorden. Se agacha para ajustar los cordones de sus zapatillas
después de haberse cambiado el uniforme en los vestuarios.
Sale a
la calle y anda rápida, denotando sus orígenes de capital. Pasa por
la máquina de cigarrillos de la esquina y sigue hasta el portal de
su apartamento. Demasiado lujo para una simple cajera. Los sistemas
de seguridad del edificio son avanzados y el ascensor abre en cada
planta, sus puertas a un único apartamento, no de excesivos metros,
cosa que minimiza el tiempo de coincidencia entre vecinos.
Se
cierra la puerta electrónica tras ella, tira el bolso sobre el sofá
y cómo no, se conecta a la red, no sin antes, abrir una lata de su
refresco favorito.
Sus
ropas deportivas no guardan relación con el tiempo al que al deporte
dedica actualmente y el sexo que practica, es más escaso del que por
su edad, se pudiera imaginar. La razón: se ha quedado pillada por un
chico al que conoció en una de tantas redes sociales y el tiempo que
dedica a chatear con él es, con mucho, más de la mitad de su tiempo
libre.
El
trabaja de vigilante de seguridad a dos mil kilómetros de distancia
(claro, el de su trabajo, tan cercano, tan posible y tan real,
difícilmente le iba a gustar...). No se han visto más que por la
cam y planean desde hace algún tiempo quedar, para, entre otras
cosas, poderse besar.
John
parece ágil y fuerte, es afable y con gustos parecidos a los de
ella, veintitrés años y toda una vida por delante, o tal vez, por
detrás.
“Ya
en casa, tesoro?”, “Aquí estoy guapo, para el deleite de dos de
tus sentidos”.
La
educación que Mary ha recibido de sus padres tampoco se corresponde
con la de una cajera al uso, por así decirlo. Cursó equitación,
danza clásica, solfeo y escribe poesía desde los ocho.
Las
insinuaciones de ella hacia él, sobre su imperiosa necesidad de
tocarlo, son cada vez más palpables.
Llevan
ya un rato y Mary empieza a sentirse indispuesta, un fuerte dolor de
cabeza y la pérdida de visión paulatina la empiezan a preocupar. Ha
pasado de la nada al todo en no más de tres minutos.
Le
comenta lo que le sucede, el dolor va en aumento, por un momento sus
manos se abalanzan sobre su cabeza y agacha la mirada porque es
incapaz de mantenerla ya sobre el monitor. Como si de un martillo se
tratara, siente una punzada en la sien que la doblega literalmente y
cae al suelo de la silla acurrucada sobre sí misma, en posición
fetal.
Respira
o trata de respirar ordenadamente en un afán de mitigar la bestial
migraña, pasan unos larguísimos dos minutos.
El
sonido de los comentarios añadidos al chat es lo único que se oye,
su amigo estará preocupado, hoy no dispone de la cam y han optado
por la escritura, que puede ser tan veloz como la lengua.
Por fin
ella, hace de tripas corazón y se encarama a la mesa agarrándose
fuerte a la pata.
Alcanza
el teclado para poner un desesperado S.O.S., espera que John pueda
llamar a una ambulancia que acuda a su casa porque ella no sabe donde
llamar, pero al entreleer lo escrito, descubre que lo que él le ha
estado diciendo ha sido, sin ir más lejos, que ya no podían seguir
así, que él tenía una amiga desde hace tiempo, en realidad era su
novia desde los quince y empezaba a sospechar, puesto que le habían
cambiado los turnos de trabajo y ahora pasaban más tiempo juntos.
“Supongo
que lo entenderás” “a fin de cuentas, ambos sabíamos que ésto
no era más que un juego” y a la postre añadía, frente a los
repentinos dolores de ella, “no te lo tomes así, se te pasará”.
Por lo
visto, Mary ya no había podido leer las últimas frases de él
correctamente y le había seguido añadiendo comentarios sobre su
indisposición sin sospecha remota de lo que ocurría.
Estaba
vencida, doblemente abatida. Decide descartar el pedir ayuda a este
cobarde recién desenmascarado y venido a menos, llamará a su padre.
Como
siempre en viaje de negocios, le llama al móvil desde su netbook
pero no lo coge.
Aprovecha
para leer los mensajes recibidos, ha perdido el vuelo directo y
tendrá que coger un avión que hace escala en otro aeropuerto para
poder llegar esa misma noche a la ciudad. No debe tener cobertura y
la comunicación con él es momentáneamente imposible.
Pasa a
llamar ahora a su madre, profesora de yoga de conocida reputación,
que antepone sus clases o estados del alma al vulgar gesto de coger
llamadas sin más. Aprovecha algún hueco insospechado para atender
mensajes y devolverlos, bien sean alumnos, colaboradores que
organizan congresos, o eventuales encuentros para celebrar rituales
sobre la luna o las estaciones.
Su
hija? Su única hija? Pues cabe decir que desde la separación con el
padre de ésta, la llama de tanto en tanto, para hablarle en un tono
un tanto discursivo, como teledirigido, sobre lo aconsejable de una
buena alimentación y otros menesteres que considera de gran
trascendencia, sin denotar gran diferencia entre sus charlas
laborales y el sermón que dedica a su hija, importándole bien poco
o más bien, un bledo, lo que a ésta le pueda suceder.
Por
tanto, su madre, como de costumbre, no coge el móvil y a Mary le da
pereza dejar mensaje alguno en el contestador. Le parecen tan
absurdas la vida y a la vez, la voz de su madre queriéndose hacer
pasar por la gran entendedora de la humanidad...
Por
último están los vecinos, pero no recuerda la manera de comunicarse
con ellos, sabe que el interfono tiene una función específica para
conectar directamente con cada uno de los apartamentos pero hace
falta un código que no llega a recordar.
Se
arrastra, repta compungida, no es más que un pedazo de carne
dolorida, o al menos, así es como se siente. Sola, fría y duramente
sola. Ella que tanto presumió de su tecnológica soledad...
Eli D. Dragón